En
carta anterior fijamos posiciones sobre las cuestiones del trabajo frente al
gran capital, de la democracia real frente a la formal, de la descentralización
frente a la centralización, de la antidiscriminación frente a la
discriminación, de la libertad frente a la opresión. Si en el momento actual el
capital se va transfiriendo gradualmente a la banca, si la banca se va adueñando
de las empresas, los países, las regiones y el mundo, la revolución implica la
apropiación de la banca de tal manera que ésta cumpla con prestar su servicio
sin percibir a cambio intereses que de por sí, son usurarios. Si en la
constitución de una empresa el capital percibe ganancias y el trabajador
salario o sueldo, si en la empresa la gestión y decisión están en manos del
capital, la revolución implica que la ganancia se reinvierta, se diversifique o
se utilice en la creación de nuevas fuentes de trabajo y que la gestión y
decisión sean compartidas por el trabajo y el capital. Si las regiones o
provincias de un país están atadas a la decisión central, la revolución implica
la desestructuración de ese poder de manera que las entidades regionales
conformen una república federativa y que el poder de esas regiones sea
igualmente descentralizado a favor de la base comunal desde donde habrá de
partir toda representatividad electoral. Si la salud y la educación son
tratadas de modo desigual para los habitantes de un país, la revolución implica
educación y salud gratuita para todos, porque en definitiva esos son los dos
valores máximos de la revolución y ellos deberán reemplazar el paradigma de la
sociedad actual dado por la riqueza y el poder. Poniendo todo en función de
la salud y la educación, los complejísimos problemas económicos y tecnológicos
de la sociedad actual tendrán el enmarque correcto para su tratamiento. Nos
parece que procediendo de modo inverso no se llegará a conformar una sociedad
con posibilidades evolutivas. El gran argumento del capitalismo es poner todo
en duda preguntando siempre de dónde saldrán los recursos y cómo aumentará la
productividad, dando a entender que los recursos salen de los préstamos
bancarios y no del trabajo del pueblo. Por lo demás, ¿de qué sirve la
productividad si luego se esfuma de las manos del que produce? Nada
extraordinario nos dice el modelo que ha funcionado por algunas décadas en
ciertas partes del mundo y que hoy comienza a desarticularse. Que la salud y la
educación de esos países aumenta maravillosamente, es algo que está por verse a
la luz del crecimiento de las plagas no solo físicas sino psicosociales. Si es
parte de la educación la creación de un ser humano autoritario, violento y
xenófobo, si es parte de su progreso sanitario el aumento del alcoholismo, la
drogadicción y el suicidio, entonces de nada vale tal modelo. Seguiremos
admirando los centros de educación organizados, los hospitales bien equipados y
trataremos además de que estén al servicio del pueblo sin distinciones.
En cuanto al contenido y significado de la salud y de la educación hay
demasiado para discutir con el sistema actual.
Hablamos
de una revolución social que cambie drásticamente las condiciones de vida del
pueblo, de una revolución política que modifique la estructura del poder y, en
definitiva, de una revolución humana que cree sus propios paradigmas en
reemplazo de los decadentes valores actuales. La revolución social a que
apunta el Humanismo pasa por la toma del poder político para realizar las
transformaciones del caso, pero la toma de ese poder no es un objetivo en sí.
Por lo demás, la violencia no es un componente esencial de esa revolución. ¿De
qué valdría la repugnante práctica de la ejecución y la cárcel para el enemigo?
¿Cuál sería la diferencia con los opresores de siempre? La revolución de la
India anticolonialista se produjo por presión popular y no por violencia. Fue
una revolución inconclusa determinada por la cortedad de su ideario, pero al
mismo tiempo mostró una nueva metodología de acción y de lucha. La revolución
contra la monarquía iraní se desató por presión popular, ni siquiera por la
toma de los centros de poder político ya que éstos se fueron “vaciando”,
desestructurando, hasta dejar de funcionar... luego la intolerancia arruinó
todo. Y así, es posible la revolución por distintos medios incluido el triunfo
electoral, pero la transformación drástica de las estructuras es algo que en
todos los casos debe ponerse en marcha de inmediato, comenzando por el
establecimiento de un nuevo orden jurídico que, entre otros tópicos, muestre
claramente las nuevas relaciones sociales de producción, que impida toda
arbitrariedad y que regule el funcionamiento de aquellas estructuras del pasado
aún aptas para ser mejoradas.
Las
revoluciones que hoy agonizan o las nuevas que se están gestando no llegarán
más allá de lo testimonial dentro de un orden estancado, no llegarán más allá
del tumulto organizado, si no avanzan en la dirección propuesta por el
Humanismo, es decir: en dirección a un sistema de relaciones sociales cuyo
valor central sea el ser humano y no cualquier otro como pudiera ser la
“producción”, “la sociedad socialista”, etc. Pero poner al ser humano como
valor central implica una idea totalmente diferente de lo que hoy se entiende,
precisamente, por “ser-humano”. Los esquemas de comprensión actuales están
todavía muy alejados de la idea y de la sensibilidad necesarias para aprehender
la realidad de lo humano. Sin embargo, y es necesario aclararlo, también
comienza a dibujarse una cierta recuperación de la inteligencia crítica fuera
de los moldes aceptados por la ingeniosidad superficial de la época. En G.
Petrovic, para mencionar un caso, encontramos una concepción precursora de lo
que hemos venido exponiendo. El define a la revolución como “la creación de un
modo de ser esencialmente distinto, diferente de todo ser no humano,
anti-humano y aún no completamente humano”. Petrovic termina identificando la
revolución con la más alta forma de ser, como ser en plenitud y como Ser-en-libertad
(tesis sobre “la necesidad de un concepto de revolución”, 1977, La Filosofía
y las Ciencias Sociales, congreso de Morelia de 1975).
No se detendrá la marea
revolucionaria que está en marcha como expresión de la desesperación de las
mayorías oprimidas. Pero aún esto no será suficiente ya que la dirección
adecuada de ese proceso no ocurrirá por la sola mecánica de la “práctica
social”. Salir del campo de la necesidad al campo de la libertad por medio
de la revolución es el imperativo de ésta época en la que el ser humano ha
quedado clausurado. Las futuras revoluciones, si es que irán más allá de los
cuartelazos, los golpes palaciegos, las reivindicaciones de clase, o de etnia,
o de religión, tendrán que asumir un carácter transformador incluyente sobre la
base de la esencialidad humana. De ahí que más allá de los cambios que
produzcan en las situaciones concretas de los países, su carácter será
universalista y su objetivo mundializador. Por consiguiente, cuando hablamos de
“revolución mundial” comprendemos que cualquier revolución humanista, o que se
transforme en humanista, aunque sea realizada en una situación restringida
llevará el carácter y el objetivo que la arrojará más allá de sí misma. Y esa
revolución, por insignificante que sea el lugar en que se produzca,
comprometerá la esencialidad de todo ser humano. La revolución mundial no
puede ser planteada en términos de éxito sino en su real dimensión
humanizadora. Por lo demás, el nuevo tipo de revolucionario que corresponde a
este nuevo tipo de revolución deviene, por esencia y por actividad, en
humanizador del mundo.
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